Palillo ante la privatización o nacionalización del «hocico»

Los Sonámbulos

Por Jesús Delgado Guerrero

Por muy diversas razones, el todavía presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, es uno de los personajes más indefendibles. Pero tiene derecho, al menos, de enderezar su propia defensa, si es que la hay.

Por ello, ni las televisoras ni los diarios de su país que censuraron su “postura” tras los resultados que supusieron su derrota contra Joe Biden, las primeras cortando la transmisión y los segundos descalificándolo a vuela pluma, tendrían que haber actuado como lo hicieron porque en palabras simples, esto significa un ataque a la libertad de expresión, uno de los pilares básicos que, se asegura, mide la salud de cualquier democracia.

Trump es uno de los mentirosos y embusteros más redomados que se haya conocido al frente de la nación más poderosa del mundo. Sus falsedades sólo se las creen él, su equipo y todos los ciudadanos que votaron por él, que no son pocos por cierto.

Sin embargo las cadenas CBS News, ABC News, NBC News CNBC, MSNBC y la firma pública National Public Radio, le hicieron a Trump lo que los militares al protagonista de la película Forrest Gump en su discurso contra la guerra de Vietnam en Washington D.C.: lo desconectaron de los altavoces.

“Estaba acusando sin pruebas” de un fraude, alegaron conductores de las televisoras (habría que investigar si procedieron de la misma manera cuando, en su primera campaña, Trump acusó a los mexicanos de criminales y violadores y toda lo demás, generando, como ahora, odio y xenofobia contra otros seres humanos, y si lo hicieron igualmente durante el reciente proceso electoral).

Es cierto que a la hora de exigir respeto a la libertad de expresión, en los reclamos se trepan infinidad de difamadores, calumniadores y todo una espesa recua de “abajo-firmantes”. Pero a la hora de ejercerla no hay ninguna responsabilidad; se van de frente exhibiendo la incapacidad para ocultar sus verdaderos fines, cuando no gratuitas antipatías e insultos.

¿Se puede hacer algo contra la mentira y la prevaricación en que incurren los hombres y mujeres, políticos, empresarios, propagandistas y otros que airean sus falsedades en la vida pública para tratar de timar al público? Esta época de “fake news”, “pos-verdad” y “realidades alternativas” supone muchas exigencias, tanto por la velocidad de las mismas como por la profusión.

Pero hay antídotos. En el caso del ejercicio del periodismo no es “cortar los cables”, ignorar la situación o descalificándola a priori, menos cuando se trata de figuras públicas de cierto calibre (guste o no, es el Presidente de los Estados Unidos). Para eso se impone el rigor mínimo en el desempeño, el cuestionamiento, la contrastación entre fuentes.

El hecho de que tal o cual cosa la haya dicho el “señor Presidente”, magnate, inversionista, especialista o simple burócrata, nunca debe asumirse como de alguien que acaba de leer la Biblia o jurar sobre ella.

Esto quiere decir que si no hay ninguna justificación en “desconectar” a nadie, tampoco la hay en no hacer la tarea de investigar, de cotejar, de confrontar, de decirle a la gente: “¿sabe qué?… esto que acaba usted de escuchar, esto que dijo fulano de tal, es una mentira más de nuestro incorregible embustero… y aquí están los datos y los documentos. Cínicamente está mintiendo y con ello defraudando a sus seguidores!”.

¿Era necesario caer en los terrenos fascistas y xenófobos que supuestamente se combaten? ¿Era necesario dejar de hacer periodismo en su elemental exigencia? La mentira no se justifica ni la censura tampoco cuando lo que se ventila es justo una disputa pública, inherente a todo ejercicio democrático.

¡Qué mejor oportunidad había de ratificar que el mentiroso es un mentiroso!, ¡qué mejor oportunidad se tuvo de ejercer responsablemente la libertad de expresión!

Francamente es inimaginable bajar el interruptor de ese derecho en la vida pública, ni siquiera durante procesos electorales (donde no le bajaron la transmisión a Trump, por cierto), espacios donde se impone con más fuerza la actuación de expertos en falsedades, ilusionistas de la oferta política.

La libertad de expresión se defiende y se practica o ni siquiera se defiende, con o sin “abajo firmantes” de cualquier dogma (neoliberal o estatal). Así de simple. Tratar de justificar las mentiras resulta igual de ignominioso que intentar justificar la censura.

Parafraseando al gran Jesús Martínez “Palillo”, ya nada más falta que nos quieran nacionalizar o privatizar el hocico (así la intolerancia de nuestros tiempos).